La delgada línea entre la política y la empresa cada vez está más desdibujada, ya no hay diferencias. Durante mucho tiempo, los líderes políticos y los líderes empresariales se movieron en esferas diferentes. Ahora, el poder económico se encuentra bajo la misma lupa que el poder político. El votante y el consumidor exigen coherencia en el discurso y en la conducta, cada acción personal es parte del relato público.
Cualquier político, desde el momento en que empieza a despuntar, tanto en su partido como en cualquier administración pública, sabe que tanto su vida como la de su entorno van a estar permanentemente expuestas. Periodistas y adversarios harán del mínimo gesto, de cualquier respuesta inadecuada, un meme, un debate político.
En cambio, los segundos, los líderes empresariales, han disfrutado hasta la fecha de “bula papal”, de cierta protección porque solo se les juzgaba por sus resultados financieros y por sus estrategias de negocio. Todo ha cambiado, un gesto en un estadio, una relación no declarada o una reacción inesperada ante una kiss cam, puede convertirse en noticia global en horas, destrozando su reputación y mermando la de sus empresas.
En la era digital, donde cualquier dispositivo tiene cámara y cualquier usuario puede hacer que un contenido sea viral, los CEO ocupan un lugar similar a los ministros o presidentes, su vida privada y sus comportamientos se convierten en símbolos cargados de sentido. Quien predica cultura corporativa debe vivirla en lo personal. La viralidad no distingue entre lo político o lo corporativo.
Los recientes casos Andy Byron, Piotr Szczerek y Laurent Freixe han abierto un debate y han puesto de manifiesto cómo errores personales de distinta naturaleza, se transforman en crisis corporativas con repercusión mundial. Estos ejecutivos, al igual que los políticos, han aprendido que el poder también implica mantener una imagen coherente en medio de una vigilancia permanente. En tiempos de transparencia radical y medios hiperconectados, no existen espacios privados.
En este nuevo mundo corporativo, los altos ejecutivos no solo toman decisiones estratégicas, también son símbolos. Po lo tanto, cuando su comportamiento o su vida personal se hacen virales, las repercusiones no son solo personales, sino que pueden erosionar la credibilidad de la marca. La reputación tanto individual como corporativa pueden perderse en segundos.
La clase política sabe que el mínimo error privado puede destruir su carrera y reputación pública, los CEO deben asumir que lo mismo está ocurriendo en su campo. Deben ser conscientes de que cada gesto, dentro y fuera de la oficina, comunica. En la política y en la empresa, en el parlamento o en la sala de juntas, la autoridad y el prestigio no se apoyan solamente en los resultados, también influye la confianza que son capaces de proyectar como figuras públicas.
Estamos escribiendo un nuevo contrato social de liderazgo donde ya no solo prima la rentabilidad, sino también la ejemplaridad. Donde la coherencia personal y la gestión de la imagen pública están al mismo nivel que la gestión estratégica.
Los que suscriban ese nuevo contrato social de liderazgo, deben ser conscientes de que, como en política, la gestión de crisis se vive en un estado de campaña permanente.