Durante décadas hemos dado por hecho que el inglés era el idioma universal de la diplomacia, la ciencia, internet e, incluso, de la inteligencia artificial. Pero 2025 ha traído un giro geopolítico inesperado: los modelos más avanzados de lenguaje que usa la IA no rinden mejor en inglés, sino en polaco y castellano. Se trata de una conclusión de profundas connotaciones simbólicas. Cómo una criatura nacida de código anglosajón es capaz de pensar mejor cuando la retamos en el idioma de Andrzej Sapkowski o de Cervantes. Una anomalía estadística que está reescribiendo la jerarquía tecnológica mundial, demostrando que la próxima frontera de poder no son solo los semiconductores, sino las lenguas que mejor hacen pensar a las máquinas. De repente, el idioma que usamos para hablar con las máquinas importa tanto como el algoritmo que las gobierna.
A esta conclusión ha llegado el estudio One ruler to measure them all, elaborado por investigadores de la Universidad de Maryland, Microsoft y UMass Amherst, un benchmark multilingüe a gran escala diseñado para evaluar cómo los modelos de lenguaje manejan contextos largos en 26 idiomas.
En pruebas de comprensión de contextos de 64.000 y 128.000 tokens, el polaco es sistemáticamente el idioma con mayor precisión global, con una media del 88% en tareas de recuperación de información.
El inglés, pese a ser la lengua dominante del entrenamiento, cae al sexto lugar.
El chino, líder teórico por volumen de datos, se hunde hasta el fondo del ranking.
Y el español se comporta como un idioma privilegiado: estable, eficiente, con un rendimiento superior al esperado para su nivel de presencia digital. Un terreno fértil para que los modelos se orienten, comprendan y respondan con precisión.
¿Qué está pasando aquí?
Las lenguas no son solo canales; son estructuras cognitivas que moldean cómo la IA organiza la información.
El polaco, con su morfología rica y estructurada, parece ofrecer al modelo puntos de anclaje más claros en tareas de larga distancia textual (lo mismo ocurre con el Ruso y el Ucraniano). El español (tal y como le ocurre al francés y al italiano), con su equilibrio entre riqueza expresiva y claridad sintáctica, reduce ambigüedades y facilita la inferencia.
Ambos idiomas, polaco y español, además, pertenecen a familias lingüísticas -eslavas y romances- que emergen como sorprendentemente robustas en las pruebas de largo contexto.
Las lenguas con reglas regulares y morfologías coherentes parecen generar entornos más previsibles para que el modelo “piense”.
Y en ese sentido, tanto el polaco como el español funcionan casi como “carriles de precisión” dentro del caos de la web multilingüe.
La geografía invisible del pensamiento
Desde una perspectiva geopolítica, el dato es explosivo. Durante décadas hemos asumido que la ventaja global en IA era anglosajona porque los datos, los sistemas operativos, el software y los científicos se formaban en inglés.
Pero resulta que, en 2025, los idiomas más eficaces para gobernar la IA no son los de mayor poder económico, sino los que ofrecen mejores propiedades algorítmicas.
Esto abre un terreno de juego completamente nuevo.
– Polonia, con apenas 40 millones de hablantes, se convierte de repente en un actor lingüístico estratégico para modelos de largo contexto.
– España, Latinoamérica y el mundo hispanohablante (más de 560 millones de personas) ven reforzada una ventaja inesperada: su idioma no solo es global, sino estructuralmente eficaz para interactuar con IA avanzadas.
Por primera vez, los países pueden construir ventajas competitivas basadas en la eficiencia lingüística, no solo en la infraestructura o en el capital.
Ordenar el mundo sin hacer ruido
Quizá el verdadero poder de una lengua no reside en cuántos la hablan, sino en cómo estructura el pensamiento cuando nadie le presta atención. Y eso es precisamente lo que la inteligencia artificial acaba de poner en evidencia. Al obligar a los modelos a procesar contextos cada vez más extensos -cientos de miles de palabras- la tecnología ha revelado un secreto que llevábamos siglos ignorando: hay idiomas que ordenan el caos mejor que otros. Lenguas que no compiten por hegemonía cultural, sino por claridad cognitiva.
El polaco, con su arquitectura gramatical precisa, y el castellano, con su equilibrio entre riqueza y simplicidad, no ganan por volumen, sino por diseño.
Y ahí aparece una oportunidad para las sociedades que conviven con estas lenguas. Porque si el futuro puede pensarse mejor en polaco, ruso, francés, italiano y castellano, también podemos imaginarlo mejor desde estas culturas. Podemos diseñar interfaces más precisas, políticas más inteligentes, experiencias más claras. Podemos, por fin, dejar de traducirnos al inglés para hablar con las máquinas y empezar a preguntarnos qué mundo construirá la IA cuando piense desde nuestras palabras, nuestros matices, nuestra forma de ver la realidad.
Hay algo profundamente simbólico en todo esto.
Un mundo que parecía condenado a homogeneizarse descubre que la diversidad lingüística no es un capricho antropológico, sino una ventaja estratégica.


