Supimos reconciliarnos tras la muerte del dictador. Pero hoy corren malos tiempos para la democracia, con la salud y la economía amenazadas y el sistema socavado por la incompetencia de los líderes.
Cees Nooteboom, laureado escritor holandés afincado en Menorca, declaró hace días, antes de recibir el Premio Formentor, que los españoles no saben reconciliarse. Se equivocaba. No solo supimos reconciliarnos, sino que lo hicimos tras la muerte del dictador, con humildad y valentía, no exentas de miedo a la repetición de los errores del pasado. Pero la casta política, lleve coleta, moño, o gaste brillantina, sigue entregada al oleaje de las pasiones que, de no amainar, acabará por hundirla a ella y, de paso, ahogarnos a todos. Corren malos tiempos para la democracia, amenazadas como están la salud y la economía de los ciudadanos y socavado el sistema por la ignorancia, la vanidad y la incompetencia de los líderes.
La semana pasada marcará un hito en el historial de la estulticia y la miseria moral de quienes tienen la responsabilidad de conducir la nave del Estado, y no solo del nuestro, desde el poder o desde la oposición. El dantesco espectáculo que nos ofrecieron los candidatos a la presidencia de la primera potencia mundial, enredados entre la brutalidad de uno y el pasmo del contrincante, puso de relieve que nuestros males son por desgracia casi universales. Lejos de servirnos de consuelo, eso aumenta la incertidumbre. La polarización política de las sociedades occidentales, gobernadas muchas de ellas por ignorantes y legos, está poniendo en riesgo severo el futuro de la democracia.
Al igual que en la tragicomedia interpretada por Biden y Trump, en España se acumulan los sainetes, los dramas y las derrotas del sentido común, que parece haber abandonado a quienes nos gobiernan. En menos de siete días hemos vivido diversas agresiones letales a nuestro sistema político, perpetradas por quienes se supone son los encargados de defenderlo. Ahí están sin ir más lejos la prohibición al Rey de viajar a Cataluña; la decisión del Ayuntamiento de Madrid de retirar el nombre a las calles de la capital en memoria de los fundadores del partido socialista; la confrontación entre Gobierno central y comunidades autonómicas a la hora de establecer medidas contra la extensión de la pandemia, y las consecuencias de diversas decisiones judiciales, entre las que sobresale la inhabilitación al que fuera presidente de la Generalitat catalana (…)
Pero el problema no es tanto lo mal que lo pueda hacer el Gobierno, porque la oposición lo hace todavía peor. Por más que el señor Casado insista en que no puede pactar con el señor Sánchez porque encarna su alternativa, cunde la convicción de que no sucede así de ningún modo: el hábito le viene grande al monje. Lo pone de relieve entre otras cosas su incondicional apoyo a la persona más incompetente de cuantas han gobernado la Comunidad de Madrid, y cualquier otra comunidad, especialmente en lo que se refiere a la lucha contra la pandemia. La actitud de la presidenta Díaz Ayuso constituye una inesperada ayuda para recuperar la imagen de la gestión gubernamental, merecedora de las más severas críticas. El resultado es la absoluta desconfianza de la ciudadanía respecto a sus dirigentes, tanto del Gobierno central como del regional. Da toda la impresión de que no han aprendido nada y no saben qué hacer, ni cuándo ni cómo hacerlo.
Es improbable que ningún Gobierno del mundo salga indemne de una crisis tan gigantesca como la que padecemos y cuyas peores consecuencias están todavía por aflorar.