Las baterías de los coches eléctricos, los aerogeneradores, los paneles fotovoltaicos, los chips y semiconductores, los ordenadores y los smartphones… todos tienen algo en común: la necesidad de minerales. Cabe pensar que cualquier ciudadano de a pie vería con buenos ojos que su país liderara la transición energética o la revolución tecnológica, pero, cuando hablamos de la necesidad de apostar por la industria extractiva para lograr estos objetivos, la cosa cambia.
El sector minero en España enfrenta un problema de reputación pública heredado de su pasado. Hasta 1986 no se aprobó la primera ley ambiental en España, lo que dejó un largo periodo sin regulación efectiva. Además, sucesos como el desastre ecológico de Aznalcóllar en 1998, que tuvo un gran impacto en la opinión pública, siguen presentes en la memoria colectiva. A esto se suma la resistencia local, conocida como Not In My Backyard (NIMBY por sus siglas en inglés y “no en mi patio trasero” en español), por la cual muchas personas rechazan proyectos mineros cuando se plantea cerca de sus comunidades. Esta combinación de factores dificulta que las nuevas explotaciones obtengan la llamada licencia social para operar; es decir, la aceptación de la sociedad en el entorno donde se ubican.
En 2024, el Consejo Europeo aprobó la Ley Europea de Materias Primas Críticas, una norma crucial para asegurar el progreso tecnológico de la Unión Europea. Europa pretende aprovechar al máximo sus recursos, fomentando el autoabastecimiento y reduciendo al mínimo la dependencia de países extracomunitarios. Con la entrada en vigor de esta ley, de aquí a 2030, los países europeos deberán extraer de su territorio al menos el 10% de las materias primas que consumen al año, procesar el 40% de esa demanda y reciclar el 25%. La presencia de entre 20 y 25 de las 34 materias primas estratégicas en España sitúa al país en una posición de privilegio, pero también ante el reto de saber gestionar esta oportunidad.
Comunicar con honestidad y responsabilidad
En el momento en el que hablamos de proyectos que impactan directamente en el futuro del planeta y, en consecuencia, en la vida de las personas, la comunicación desempeña un papel fundamental. Tomando como ejemplo la minería, cuando se cuelan las tierras raras en los titulares en el contexto de la invasión de Ucrania, el ciudadano de a pie debe tener herramientas para discernir cómo le afecta lo que se está negociando entre Estados Unidos y Rusia.
Del mismo modo, debe saber en qué situación está España y qué implica que algunas tierras raras que están en suelo europeo vuelen hasta América. De paso, no estaría de más que se le explicase que España es el país de la UE con una mayor densidad de normativas que afectan a la actividad extractiva. En concreto, el sector está regulado por 103 administraciones y más de 130 leyes. Esto no sucede en algunos de los terceros países en los que, regularmente, España y Europa se abastecen de recursos minerales.
La minería no es el único tema estrechamente ligado al mundo de la energía que genera tensiones sociales y políticas. El reciente apagón eléctrico en la península ibérica ha reavivado el debate sobre el papel de la energía nuclear en España. El calendario de cierre de las centrales nucleares, acordado en 2019, establece su clausura progresiva entre 2027 y 2035 y, por el momento, ninguna empresa del sector ha solicitado oficialmente una prórroga. Dicho esto, sí que cabe matizar que algunas, como las de los responsables de Ascó y Vandellòs, están trabajando para mantener sus instalaciones operativas más allá de las fechas previstas.
Por otro lado, el debate sobre la gestión de los residuos nucleares sigue siendo una asignatura pendiente. El proyecto de Almacén Temporal Centralizado (ATC) en Villar de Cañas, aprobado en 2011, fue finalmente paralizado en 2022. Desde entonces, España carece de una solución definitiva para estos desechos.
El apagón, lejos de favorecer una conversación en términos razonables sobre el futuro de las nucleares en España, ha generado la aparición de mensajes confusos que poco o nada ayudan a generar ese pensamiento crítico colectivo tan necesario.
La sociedad merece conocer información real, basada en estudios científicos y rigurosos y en datos para poder tener un pensamiento crítico sobre estos asuntos. La protesta es legítima y, como sociedad, también tenemos la responsabilidad de proteger este derecho. Es lícito no querer una mina, una central de generación energética o una industria de cualquier tipo en nuestro patio trasero. Ahora bien, si de un lado dicen que llueve y del otro dicen que no, la función de la comunicación no puede ser la de darle voz a todas las partes por igual y sí la de abrir la ventana y ver si realmente está lloviendo. La comunicación, en definitiva, no puede quedarse en el patio trasero cuando hablamos de proyectos estratégicos para la sociedad.