En el año 1987, la banda REM, formada en Athens, Georgia, publicó su quinto álbum de estudio: Document. La sexta canción se tituló It´s the end of the world as we know it (Es el fin del mundo tal como lo conocemos), y ellos, los REM, se sienten bien (and I feel fine); pero nosotros no: el COVID-19 amenaza con llevarse por delante nuestra manera de convivir, de organizarnos, de relacionarnos… amenaza con barrer nuestras certezas. Y las sociedades instaladas en la incertidumbre tienen, según el filósofo Daniel Innerarity, el peligro de caer en la estupidez colectiva, algo no deseable.
Con el objetivo de contribuir a evitar el despeñarnos por esta pendiente, las compañías están obligadas a poner en marcha una serie de medidas que resumo en cuatro:
La primera parece sencilla -aunque no lo es tanto- y consiste básicamente en no liarla, lo que obliga a adaptar mensajes y procesos teniendo en cuenta lo que el COVID-19 está suponiendo para las sociedades donde las compañías desarrollan su actividad. Desde los aparentemente inocuos mensajes de agencias de viaje invitándote a volar en Semana Santa a algún paraje más o menos exótico o compañías de teléfono mandando a sus puntos de venta para recoger una tarjeta SIM, hasta no tener en cuenta la repercusión que para el talento de la organización supone esta situación por no saber manejar la comunicación interna. La sociedad está temerosa, ya está dicho, y con un arma en la mano: las redes sociales. Una compañía que no sea capaz de adaptar sus comportamientos y mensajes rápidamente a la nueva situación corre el peligro de convertir su falta de adaptación en una crisis de reputación que se difunda rápidamente por las redes sociales.
Pero no basta con no liarla. Lo que de verdad va a marcar la ventaja competitiva en los tiempos postCOVID-19 es el haber estado o no a la altura. Se oyen voces de un tiempo a esta parte sobre la importancia de poner el propósito corporativo en el centro de la organización, convirtiéndose así en una guía que establece qué comportamientos tienen o no sentido en cada empresa. Declaraciones como las del Foro de Davos de este año; la carta del CEO de Black Rock, uno de los principales fondos de inversión del mundo, o la de la organización americana Rountable de agosto de 2019 daban la sensación de que la voluntad de cambiar los comportamientos corporativos esta vez sí que iba en serio.
Pues bien, el COVID-19 presenta una oportunidad para comprobar la veracidad o no de este tipo de declaraciones. El propósito corporativo obliga a las compañías a pensar más allá del beneficio inmediato y a responsabilizarse de las consecuencias que sus comportamientos tienen en la sociedad. La línea que separa un proceder corporativo ético del oportunismo del green washing o capitalismo moralista, en palabras del filósofo Miguel Ángel Quintana, siempre ha sido sutil.
En tiempos del fin del mundo tal como lo conocemos no podemos como compañías no hacer nada; pero tampoco hacer cosas que, aunque guiadas por la buena voluntad en el mejor de los casos, puedan ser interpretadas de oportunistas por la sociedad. En este estado de máxima incertidumbre las compañías están obligadas a comportarse a la altura que su propósito corporativo exige.
Y estar a la altura nos lleva a la tercera medida, porque para poder estarlo tenemos que enterarnos de cómo el COVID-19 está cambiando las expectativas de nuestros grupos de interés. En 1999, Fredrick Levine, Christopher Locke, Doc Searls y David Weinberger crearon el Manifiesto Cluetrain, un listado de 95 conclusiones que llamaba a la acción a todas las empresas para adaptarse a un mercado con nuevas conexiones. La primera conclusión fue que los mercados son una conversación. Hoy no solo seguimos comprobando que así es, sino que todas las relaciones de una compañía con sus grupos de interés lo son, lo que implica incluirlos en la cadena de valor de la compañía y abrir marcos de cocreación, escucha e investigación para conocer en tiempo real este cambio de expectativas.
Por último, también se ha hablado mucho últimamente de la importancia del liderazgo, convirtiéndolo en el segundo ingrediente de la receta para el éxito junto al propósito corporativo. Pues, de nuevo, parece que el COVID-19 da la posibilidad a los máximos directivos de una organización de estar a la altura de las expectativas generadas liderando, esta vez sí, la respuesta que sus compañías tienen que dar a las sociedades para, en la medida de lo posible, reducir la incertidumbre y evitar esa fatal caída por el despeñadero de la estupidez colectiva.
Aplicar o no estas cuatro medidas con éxito supone obtener un reconocimiento que sustente la ventaja competitiva: la reputación, el principal recurso que tiene una empresa.
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