Se atribuye al político galo Pierre Mendès France la sugerencia de que, siendo EEUU una potencia mundial, los europeos, a quienes afectan seriamente las decisiones de la Casa Blanca, deberían poder votar en las elecciones americanas. Semejante reflexión la habría hecho en plena efervescencia de la Guerra Fría y cuando el poder económico y militar americano empeñaba todos sus esfuerzos en la construcción de su imperio. Mientras tanto, Europa apenas comenzaba a recuperarse de los estragos de la II Guerra Mundial. Verdadera o falsa, la anécdota responde a la fundada impresión de que de los resultados de los comicios que mañana se celebran depende no solo el futuro de los ciudadanos norteamericanos, sino en gran medida el nuestro. Y lo que se juega hoy en América es el porvenir de la democracia.
Leí hace semanas las declaraciones de un periodista neoyorquino en las que aseguraba que la democracia americana ha sido desde el principio una democracia imperfecta. Todas lo son en realidad, y está bien que lo sean. Una democracia que se considere a sí misma perfecta no sería jamás democrática, porque debe aspirar a la gobernación de las imperfecciones. Es un régimen basado en la diversidad, la discusión y el debate, siempre amenazados por un uso sectario de las libertades que proclama y protege. La única defensa frente a esas asechanzas reside en las instituciones, y en el consenso en torno a las leyes que la constitución ampara. La fragilidad del sistema es por lo mismo evidente y así se explica que las democracias reales que hay en el mundo no sean muchas y que merezcan semejante apelativo desde hace apenas un siglo, cuando las mujeres accedieron al derecho al voto.
La polarización ideológica, las desigualdades económicas casi abismales, la confrontación racista y la apelación al discurso del odio componen mayormente el escenario en el que se han de celebrar las elecciones de mañana. Trump ha alimentado esas tendencias con su nacionalismo primario, su jerga demagógica y su dominio del reality show. Pero él no es tanto la causa de esa deriva antidemocrática, sino más bien la consecuencia. Cuenta con una sólida base electoral que aglutina entre un 30% y un 40% de la población, a la que se dirige con intuición y desparpajo para gritarles lo que quieren oír: “Hagamos grande América de nuevo”.
El eslogan responde a la percepción de que la primacía mundial estadounidense está en entredicho y su imperio se tambalea. Ya no es la primera potencia mundial: no lo es en tecnología y está a punto de perder el liderazgo económico. Le queda no obstante su inmenso poderío militar con cerca de ochocientas bases en más de sesenta países del extranjero, pese a lo cual sufrió un formidable descalabro en Vietnam; Afganistán e Irak son también ejemplo de que las victorias en la guerra no garantizan siempre el dominio en tiempos de paz. La recuperación del prestigio, y de la capacidad productiva y de distribución de bienes frente al gigante chino, es una prioridad no solo del partido republicano, sino también del demócrata. La guerra comercial con Pekín, desatada por Trump, se mantendrá por eso latente aún en el caso de la victoria de Biden, y marcará el devenir de lo que comienza a perfilarse como una nueva Guerra Fría entre EEUU y el país más poblado de la tierra, que emerge ya como el gran protagonista del siglo XXI.
Es de esperar que, si ganan los demócratas, como generalmente se predice y personalmente deseo, haya un retorno al multilateralismo; un regreso al Pacto de París sobre el cambio climático y a la Organización Mundial de la Salud (…)