La mayoría de las veces, cuando el consumidor hace la compra en el supermercado pasa por alto gran parte de la información relativa a los alimentos. Sus ingredientes, valores nutricionales o lugar de procedencia son características “objetivas”, pero hay otra serie de componentes que aparecen en su empaquetado que aportan otra serie de datos. Si hace unos años proliferaron las etiquetas como “zero”, “light” o “rico en omega3”, hoy en día están cada vez más de moda otras como “orgánico”, “bio”, “100% natural” o “CO2 neutro«. Sin embargo, no hay un consenso internacional claro en qué significa cada una y, muchas veces esto tiene que ver con la procedencia del producto o dónde lo estamos comprando ya que estos conceptos pueden variar de unos mercados a otros.
Consumir alimentos procedentes de los Estados miembros de la Unión Europea, como norma general, transmite al consumidor calidad y seguridad, pues sus estándares fitosanitarios y normativa de producción son los más exigentes del mundo. Sin embargo, muchos de los productos más populares en los estantes de los supermercados del viejo continente no son elaborados dentro de sus fronteras o, si lo son, no en suficiente cantidad como para satisfacer la demanda del consumidor. Este es el caso de los frutos tropicales como la piña, bananas o coco, del chocolate, del café o té, para los cuales se ha popularizado otro tipo de etiquetado, los llamados “certificados” como “Rainforest Alliance”, “Fairtrade”, “100% organic”, “100 % responsible”, que muchas veces van acompañando a las etiquetas que ya mencionadas en el párrafo anterior.
Estas etiquetas, pegadas como sellos en el envoltorio del producto, proporcionan información al consumidor acerca de conductas responsables en la producción del alimento, como el debido cumplimiento de los derechos laborales, el desarrollo sostenible, responsabilidad medioambiental o el cultivo sin el uso de agentes químicos. No obstante, no se puede ignorar que quien otorga esa certificación no es ningún organismo oficial, sino organizaciones privadas que establecen sus propias normas a las que se tienen que adaptar los productores. A la conciencia del consumidor llega el mensaje de que está haciendo una compra responsable, ayudando al medio ambiente y combatiendo la explotación laboral, pero ¿es realmente así? En esta línea varias instituciones, desde el Foro Económico Mundial a la Comisión Europea, no han dejado pasar por alto la alta proliferación de agencias de certificación en los últimos años.
El Foro Económico Mundial (o Foro de Davos), carece de potestad legislativa, pero sirve como plataforma para que líderes de empresas, Gobiernos y sociedad civil de todo el mundo se reúnan. Así, en 2015 concluyó[1] que, dadas las largas cadenas de suministro y su tendencia creciente por la digitalización, era necesario desarrollar el concepto de “Responsabilidad Compartida”. Es decir, que todo el coste de producción debía repartirse entre todos los agentes indicados de manera equitativa, desde el productor al consumidor, pasando por todos los intermediarios.
La Comisión Europea, que, aunque no puede regular en los terceros países donde se producen estos alimentos, sí puede influir a través de los Tratados de libre comercio firmados con estos y a través de los agentes que operan en la cadena de suministro. A tal efecto, se han desarrollado dos iniciativas europeas:
- Directiva contra las prácticas comerciales desleales[2], traspuesta en la legislación nacional de España en la Ley de Cadena Alimentaria. Dicha normativa insta a los Estados miembro a elaborar leyes nacionales que eviten que se produzcan abuso sobre los productores europeos, pagándose un precio justo que cubra los costes de producción, aumentando la transparencia publicando los contratos e introduciendo sanciones para quienes incumplan la normativa.
- Procedimiento de iniciativa legislativa sobre sobre diligencia debida de las empresas y responsabilidad corporativa que se aprobó en marzo en el Parlamento Europeo. El cual evalúa aspectos mucho más amplios y fuera de la Unión Europea, teniendo por objetivo garantizar que se puedan exigir responsabilidades a las empresas que operan en terceros territorios.
Ambos documentos vienen a satisfacer la demanda de los consumidores por productos más responsables y empoderar a los productores, quienes tienen los márgenes de beneficio más reducido llegando incluso a vender por debajo de los costes de producción.
Por lo tanto, la cuestión de la “Responsabilidad Compartida” comienza a llevarse a debate, aunque pocos tienen claro cómo se traduce esto en la práctica. De momento parece haber ya un objetivo, dividir costes de producción de una forma más justa, pero son demasiados los agentes implicados y cada uno peleará por definir un coste de producción distinto. En este sentido, cabe preguntarse lo siguiente, ¿puede una certificación voluntaria ser un coste de producción? De entrada, la respuesta sería no, pues no es requisito para que se produzca que una agencia privada lo certifique. Sin embargo la respuesta tiene un gran pero, y es que muchos supermercados están exigiendo que el producto venga certificado para poder venderlo. Certificación que implica un coste y que ante el desacuerdo de quién debe asumirlo y por el miedo a un aumento de precios termina asumiéndolo el productor. Al final, la compra de un consumidor concienciado de un producto “responsable”, no necesariamente se traduce en las mejoras medioambientales que se promulgan porque no hay un seguimiento o control público internacional para constatarlo.
Ésta es la situación actual, los consumidores demandan productos más sostenibles y la regulación ya avanza en esa materia. La nueva Política Agraria Común (PAC) y la recién creada Estrategia “De la Granja a la Mesa” nos muestran que hay una tendencia que ha venido para quedarse y es que recibir fondos europeos esté condicionado a cumplir la normativa sin necesidad de recurrir a las sanciones. Sabiendo esto, habrá que ver si la “Responsabilidad Compartida” se convierte en una asignatura obligatoria o sólo premiará a quien la aplique. Mientras tanto, según a quién le preguntemos, productores, intermediarios o consumidores, el coste de los alimentos sostenibles sigue estar claro quién debe asumirlo. Los próximos meses veremos hacia dónde inclina la balanza el desarrollo legislativo y si finalmente se desarrolla un concepto de “responsabilidad compartida” capaz de contentar a todas las partes.
[1] http://www3.weforum.org/docs/WEF_GAC_Supply_Chains_%20A_New_Paradigm_2015.pdf
[2] https://eur-lex.europa.eu/legal-content/ES/TXT/?uri=CELEX%3A32019L0633
Mateo González
Public Affairs – ATREVIA Bruselas