Paso por delante de una cafetería y me encanta ver a dos señores comentando en alto, cada uno desde una mesa, los titulares que va leyendo un tercero. En la cola del mercado cualquiera se te arrima y te pregunta que cómo haces tú la corvina, que parece que tiene hoy buena cara; y en el bus escuchamos sin rubor las conversaciones del grupito de adolescentes, la bronca telefónica de aquél o las preguntas del niño a su padre. ¿Que no nos gustan los cuentos? Que levante la mano quien no haya sido alguna vez príncipe o princesa, guerrera o mago, dragón o gigante.
Todo lo que contamos son, por definición, ‘cuentos’. Dice la RAE que un Cuento es una narración ficticia, falsa; pero también puede ser el relato de un suceso, generalmente indiscreto… Para mí un cuento es una historia que te atrapa, que te llega y que recuerdas, quizá no de la manera exacta en que te la contaron, pero sí en su esencia.
En comunicación está de moda contar historias, aunque eso es lo que hemos hecho toda la vida. Historias reales, historias adornadas con ropa de domingo o historias llenas de datos y cifras. Historias de personas, de productos, de fábricas, de innovación o de tradición. Porque igual que siempre hay un niño para cada cuento, también hay siempre un público para cada historia. Lo difícil es saber a quién contamos qué. Porque detrás de todo medio, periodista o portavoz hay siempre una persona que lee, que escucha, que trabaja y se emociona, que escoge de entre los cientos de cuentos que le impactan el más original.