Ante la celebración de la triple convocatoria electoral del domingo 26 de mayo, es oportuno analizar de qué manera participa España, en tanto que estado con un diseño constitucional de descentralización política, en el entramado comunitario.
Desde su incorporación en las Comunidades Europeas en 1986, España ha desarrollado un papel muy activo en la construcción del proyecto europeo, implicándose en la negociación de los tratados fundacionales, llevando además su impronta a las relaciones exteriores, sobre todo en lo referido a la política orientada hacia Latinoamérica y la ribera sur del Mediterráneo. Con independencia del color del gobierno, España siempre ha apoyado una mayor integración política y económica y han sido numerosos los españoles que han venido ocupando altos cargos en las instituciones europeas. En este sentido, el Parlamento Europeo ha sido presidido por españoles en tres ocasiones: Enrique Barón (1989-1992), José María Gil-Robles (1997-1999) y Josep Borrell (2004-2007). Asimismo, la Comisión Europea, órgano ejecutivo de la UE y con iniciativa legislativa, ha contado con la presencia destacada de españoles en sus carteras de comisarios europeos: Marcelino Oreja, Pedro Solbes, Loyola de Palacio, Abel Matutes, Manuel Marín, Joaquín Almunia y, desde el 1 de noviembre de 2014, Miguel Arias Cañete. Otro de los nombres destacados es Javier Solana, quien desempeñó durante una década, desde 1999, el cargo de alto representante de la Política Exterior y de Seguridad Común (PESC).
Como es sabido, los estados, y dentro de ellos, los gobiernos centrales, son los actores principales en el proceso europeo de toma de decisiones, pero las regiones, que se supone que están más cerca de la realidad de los ciudadanos, también están consiguiendo que se abran diversos foros a su participación. Los Estados miembros no siempre ha dado cabida a la participación de los entes subestatales, incluso en modelos como el nuestro, con una organización territorial y política descentralizada. Sin embargo, en los últimos veinte años se han conseguido lograr importantes cambios en el equilibrio de fuerzas centro-periferia y las Comunidades Autónomas (CCAA) han ganado poder de participación (que no competencias) de manera progresiva. Así, desde 1988, un año antes de que España asumiera la presidencia rotatoria del Consejo de la UE, se reunieron el ministro de Asuntos Exteriores y consejeros de las diferentes CCAA con el fin de discutir los aspectos prioritarios de dicha presidencia. Esta reunión fue el germen de la Conferencia para Asuntos Relacionados con la Comunidad Europea (CARCE), que luego pasó a llamarse CARUE. Este nuevo organismo del Estado pasó a asumir un papel central para impulsar y vertebrar, a nivel interno, la participación de las CCAA en la UE, a través de la firma de varios acuerdos.
Desde la perspectiva interna española, la participación directa de las CCAA en el sistema comunitario es posible si se circunscribe a los términos fijados por la jurisprudencia constitucional. Esta actividad regional ha de ser necesaria o conveniente para el ejercicio de las competencias autonómicas, no ha de originar obligaciones frente a poderes públicos extranjeros, tampoco puede interferir con la política exterior del Estado ni generar responsabilidad internacional. A nivel comunitario, existe un órgano en el que las CCAA están representadas como tales: el Comité de las Regiones. Sin embargo, este órgano consultivo permite una participación escasa desde la óptica de las CCAA, por lo que además de la participación directa de las regiones en un órgano regional específico, la práctica ha ido permitiendo la presencia de las CCAA ante las instituciones europeas con poder de decisión.
Las delegaciones, más conocidas como las famosas “embajadas” autonómicas no son nada nuevo, pues están operativas en Bruselas desde los años ochenta, como es el caso de Galicia, País Vasco y Cataluña. Asimismo, la representación no se limita ni a las nacionalidades históricas ni a las regiones grandes o con mayor presupuesto: la totalidad de las 17 CCAA españolas tienen una delegación con representación en Bruselas. Algunas de ellas tienen su sede en la Representación Permanente de España ante la Unión Europea (REPER) y otras tienen oficina propia. Estas “embajadas” han sido creadas con el beneplácito del Tribunal Constitucional y ostentan funciones de representación y obtención de información. En otras palabras, son los ojos de las CCAA en Bruselas. La presencia de estas representaciones y su interés en ser informadas y consultadas ante asuntos de su incumbencia ha llevado a la creación, en 1996, de la Consejería de Asuntos Autonómicos en la REPER.
En relación con la Comisión Europea, brazo ejecutivo y con iniciativa legislativa de la UE, existe desde 1997 un acuerdo que posibilita la presencia de las CCAA en los comités intergubernamentales que asisten a la Comisión. En lo que concierne el ámbito judicial, las CCAA, en tanto que personas jurídicas, están legitimadas para interponer recurso de anulación ante el Tribunal de Justicia de la UE, siempre que justifiquen que la norma impugnada les afecta de manera directa.
Por último, a partir de 2004, las CCAA consiguieron acceder a los grupos de trabajo del Consejo de la UE, abriendo la participación de representantes autonómicos en la delegación española. La CCAA participa de manera rotatoria en períodos de seis meses, tanto en las sesiones plenarias del Consejo (a las que asiste el Consejero competente de la CCAA) como en los Grupos de Trabajo (a las que asisten técnicos). El representante autonómico es miembro de pleno derecho de la Delegación española a todos los efectos y representa a todas las CCAA.
Es quizás la complejidad del entramado de toma de decisiones europeo lo que nos lleva a pensar que nuestros intereses como ciudadanos de a pie no son escuchados en Bruselas. Puede ser la distancia la que nos lleve a pensar que no se hace lo suficiente desde la capital europea. Sin embargo, es necesario recordar que la construcción de Europa es un proceso continuo. Siempre se puede hacer más y mejor, pero dentro del marco natural de desarrollo político y económico de nuestro país: la Unión Europea.
Echarle la culpa a la “dictadura de Bruselas”, ese monstruo burocrático que todo lo controla desde la capital belga, se ha convertido en la vía de escape más recurrente de aquellos en contra del proyecto europeo. Sin embargo, la práctica demuestra que esa afirmación no es del todo cierta.