La prensa escrita, los medios online, las televisiones y las radios nos bombardean a diario con una ingente cantidad de información, en la que a menudo resulta muy difícil deslindar la frontera entre el comentario, la opinión, el rumor y el dato contrastado.
Existe también un gran volumen de información espontánea que nos llega por el boca a boca, una fuente muy útil en campañas de marketing y comunicación, como bien saben quienes desde hace tiempo utilizan el buzzing (zumbido, cuchicheo) como técnica para generar corrientes de opinión. Ahora bien, muchas de las noticias que nos retumban en los oídos son mensajes interesados, teledirigidos desde las omnipresentes redes sociales.
Esta sobreinformación nos permite comunicamos más de lo que lo hacían las generaciones que crecieron sin la muleta de la tecnología, pero no necesariamente mejor. Hoy, más que nunca, desbrozar la información es la clave. ¿Cómo hacerlo, cuando, según un informe de la Online Business School, en los últimos diez años se ha creado más información que en toda la historia de la Humanidad? ¿Cómo saber si recibimos y transmitimos información esencial, contrastada, verídica y provechosa, cuando cada minuto en todo el mundo se envían 204 millones de correos electrónicos y se escriben 100.000 tweets, por poner sólo dos ejemplos?
En un mundo en el que (casi) cualquier información está al alcance de un clic, a todas horas, el valor añadido en una interacción reside en comunicar con sentido, de una forma más eficiente, no sólo para ser influyentes o ganar notoriedad en su vertiente más mercantilista, sino para ejercer la comunicación con responsabilidad. ¿No es ese el propósito último de la comunicación? Tratar de modificar los conocimientos, actitudes o comportamientos de nuestro interlocutor, creándole expectativas y planteándole exigencias.
Hacerlo con responsabilidad implica generar emociones honestas y forjar vínculos que contribuyan al beneficio común. Sólo así lograremos comunicar mejor.