Sólo queda un año. Todavía queda un año.

La semana pasada, el Parlamento Europeo presentó los resultados del último Euro Barómetro, aquel que se dedica a preguntar a una muestra representativa de la población de cada Estado miembro su opinión sobre su visión de Europa, sobre su nivel de interés en la Unión Europea, y sobre su intención de voto en las próximas elecciones europeas.

Para esas elecciones sólo queda un año, o todavía queda un año. Todo depende del cristal con el que se mire:

Es verdad que una de las conclusiones que lanza la encuesta es que dos de cada tres europeos consideran que su país se ha beneficiado de pertenecer a la UE, la cifra más alta desde 1983. Pero también arroja otra cifra que ha encendido las alarmas en Bruselas: el 63 % de los jóvenes señalan que los nuevos partidos y movimientos políticos pueden encontrar soluciones mejores a las preocupaciones europeas que los partidos existentes. Y la paradoja viene porque entre esos nuevos partidos hay un número importante de euroescépticos.

Lo que al parecer no cambia respecto a las últimas elecciones son los retos que tendrá que afrontar la UE. Por un lado, despertar el interés de los ciudadanos a la hora de ir a votar (la participación en la votación de 2014 fue del 42,6%, un mínimo histórico). Y por el otro que el voto emitido se corresponde con la finalidad del mismo, esto es, que se vote en clave europea y no en clave nacional.

Son muchas las hipótesis que podemos plantear para explicar por qué las elecciones europeas se consideran de segundo orden, pero seguramente, el hecho de que las campañas suelan estar dominadas por temas puramente nacionales y en su mayoría son dirigidas por los actores políticos secundarios, no ayuda. Además, la Decisión 772/2002 sobre el proceso de elección de los representantes del Parlamento Europeo, que rige los elementos fundamentales de las elecciones europeas, sólo establece algunos principios básicos comunes, tales como la representación proporcional o un período electoral común. Los detalles más simbólicos, como el día de las elecciones, el plazo para nominar candidatos, votar desde el extranjero y el uso de listas cerradas o votación preferencial, se regulan por las leyes nacionales y, por lo tanto, difieren de manera significativa entre los diferentes Estados miembro.

En el imaginario de la “euroburbuja”, esa que sólo se entiende cuando uno vive o trabaja en Bruselas, los ciudadanos europeos esperan con ansiedad la cita electoral para elegir quienes serán las cabezas que dirigen los pasos de la UE en los siguientes 5 años. La realidad es que, a nivel nacional, solo la mitad de la población tiene interés en las elecciones al Parlamento (El 70% recalcó la ausencia de un debate real sobre cuestiones europeas y el futuro de la UE)

Así las cosas, parece que los esfuerzos para mover y convencer al electorado por parte de las instituciones de la UE de cara a la próxima cita electoral se han incrementado. Es mucho lo que hay en juego, y parece los cambios afectan tanto a la forma como al fondo:

  • En la forma, mediante el establecimiento de un proceso de elección de nombre impronunciable: Spitzenkandidaten. Este proceso, supone que los partidos políticos europeos deberían designar antes de las elecciones a su candidato a presidente de la Comisión, siendo el candidato de la fuerza política más votada el que se convierta en el nuevo presidente del Ejecutivo comunitario. La teoría es que el incluir el nombre del candidato en la parte superior de la papeleta, o que sean esos candidatos lo que hagan campaña, ayudaría a establecer un vínculo más visible entre los partidos nacionales y europeos.
  • Respecto al fondo, a nadie se le escapa lo atrayente que puede ser para actores relevantes del sistema geopolítico la posibilidad de influir en unas elecciones que afectan a 27 países europeos y las posibles decisiones que se tomen a nivel político tras el resultado de estas. La carrera contra las fake news, los contenidos falsos y las injerencias en pro de un euroescepticismo creciente ha hecho que incluso se planteen medidas regulatorias, que finalmente no van a tener cabida. Lo que no significa que las instituciones no traten de blindarse al respecto. El cómo, está por ver.

En los últimos años la sensación generalizada es que la UE se ha enfrentado en varias ocasiones lo que parecía su fin y destrucción. El euroescepticismo es el elefante en la habitación del que nadie quería hablar hasta que llegó el Brexit y lo removió todo, en uno y otro sentido. Los resultados del Eurobarómetro demuestran que a favor o en contra, los ciudadanos europeos tienen una clara conciencia de la influencia de la UE en sus vidas. Sólo queda un año para que las elecciones europeas sean exactamente eso, europeas, y mientras hay mucho que comunicar. Todavía queda un año para que el voto que se emita el 26 de mayo de 2019 sea exactamente eso, europeo, pero las variables nacionales que van a contaminar ese voto no hacen más que aumentar. Veremos si el año que viene los ciudadanos votan por fin sobre cómo construir, o incluso destruir, Europa.

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