El pathos aristotélico, la pasión, los sentimientos, la parte emocional del individuo es un elemento fundamental en la comunicación, por el que transmite y por el que recibe.
Si bien es cierto que las emociones pueden tener un componente personal, relacionado con nuestras experiencias pasadas, nuestros recuerdos, nuestra socialización… hay que decir que también tienen un componente universal, producto de los signos, percepciones y conductas que compartimos como especie.
En la comunicación persuasiva se eligen conscientemente los argumentos y las palabras adecuadas para estimular a nuestro receptor previendo una respuesta concreta, una respuesta emotiva. Buscamos bloquear la contraargumentación racional dejando volar las emociones. Si comunicas con pasión la respuesta puede ser pasión, porque la pasión se contagia, la pasión es sincera, se ve, se siente. Es necesario creer y para hacer creer; si tú mismo no crees apasionadamente en lo que dices, es imposible hacérselo creer a nadie.
Nos empeñamos en escoger las palabras exactas, el lenguaje adecuado, pensando que serán las herramientas que causen un mayor impacto en nuestro interlocutor pero no nos paramos a pensar que nuestra emoción es determinante para generar sensaciones al que está frente a nosotros. En el fondo, el contenido de la palabra no cuenta, sólo la emoción que despierta. Es el significante el que el que arrastra muchas veces el contenido, el sonido, la cáscara la que provoca una respuesta emocional, porque tenemos un conocimiento autobiográfico de las palabras.
Somos un nudo de emociones que compartimos con nuestra especie, que comprendemos con nuestra especie. Todo se reduce a la emoción. Y en comunicación es esencial. En definitiva, aquel que pretenda comunicarse con eficacia deberá conocer a la perfección los mecanismos mediante los cuales se despiertan las emociones.