Invité a Manuel Mostaza a Misterhello para que compartiera su experta y serena visión social, política y económica sobre cómo hacer que el nomadismo laboral pase de ser un sueño a una realidad. Leamos…
Vivimos tiempos confusos y, ante la confusión, lo mejor es seguir el consejo de Benito de Espinosa: “No burlarse, no lamentarse, no detestar, sino comprender”. Como el ámbito laboral no es ajeno a esta confusión, mejor intentar comprender antes que lamentarnos.
La pandemia ha dado forma a un viento de cambio que llevaba tiempo sobrevolando las oficinas, las empresas y también los hogares de los trabajadores autónomos. Ya sabíamos, claro, que las tecnologías que comenzaron a cambiar nuestras vidas a finales del siglo XX; acabaron con gran parte de las barreras del tiempo y del espacio que habían limitado las posibilidades de crecimiento y movilidad desde mediados del siglo XIX. Ya era posible, a lo largo de la primera década de este siglo, tener reuniones a distancia o enviar grandes volúmenes de información a coste marginal cero. Y también sabíamos que este cambio progresivo vino en paralelo a un doble proceso de terciarización de la economía española; a cambio de una disminución extraordinaria del peso de la agricultura y del aumento del nivel formativo de las generaciones más jóvenes.
Este proceso de modernización, de una economía cada vez más abierta, ha hecho ganar peso a las exportaciones en nuestro Producto Interior Bruto (PIB), las cuales no alcanzaban el 7% en 1975 y hoy suponen casi el 25%. En consecuencia, ha incrementado también el número de españoles que viven fuera por trabajo, así como el de los extranjeros que residen en España por motivos laborales, tasa que se ha multiplicado por cinco en los últimos veinte años.
Esta situación contrasta con un mercado de trabajo rígido, cuyas regulaciones laborales no parecen ser las más adecuadas para gestionar los nuevos modelos que veremos más claros el día que se levante la niebla de la pandemia, sobre todo en lo que se refiere a los puestos más cualificados en el sector servicios. Una economía abierta como la nuestra necesita garantizar la protección para los más débiles, de acuerdo con los estándares que los europeos nos hemos dado desde finales de la segunda guerra mundial, pero también necesita flexibilidad y libertad. La posibilidad de acoger centros de deslocalización cercana en materias económicas punteras, como ha hecho en cierta medida Lisboa, aprovechando para ello la digitalización de la economía. Para alcanzar esta armonía, se exige tener en cuenta algunos elementos que no parecen darse aún en nuestro modelo político y social.
La crisis generada por la pandemia nos trae de vuelta, después de varias décadas desaparecidos, a la retórica y el oropel del Estado. Al igual que ocurre cuando Ransom Stoddard le pide al periodista que publique la verdad sobre la muerte de Liberty Valance, y este le contesta que “Esto es el Oeste, señor. Cuando se descubre la realidad de la leyenda, hay que publicar la leyenda”. Nosotros preferimos la leyenda del Estado poderoso y vigilante, pero no se haga ilusiones, lector: todo quedará en retórica hueca. No hay dinero para pagar tanta fiesta y el Estado nación -una anomalía romántica en términos históricos- hace mucho que dejó de ser eficiente para los grandes retos que plantea el siglo XXI. Hay un par de elementos clave que solo puede articular el Estado si queremos poder competir en la liga donde juegan los grandes; el primero es el de las infraestructuras. No habrá posibilidades de desconcentrar el tejido económico del país sin conectividad en todas las partes del territorio. Igual que hoy consideramos incomprensible, por caro que sea, que un territorio no tenga luz eléctrica o agua corriente, así tenemos que considerar las posibilidades de conectarse a Internet. Y esto depende del regulador, de la capacidad que tenga de encontrar obediencia -hay que volver a Weber- y de encontrar un modelo justo de extensión de la red a lo largo de todo el país, que haga compatible el interés general con los -legítimos- beneficios de los que prestan el servicio.
Está claro que no basta con Internet porque hay un mundo offline que sigue teniendo necesidades en el día a día. Disponer de una red básica de servicios públicos en todo el territorio permitirá aumentar la libertad de elección de las personas que quieran vivir de una manera más nómada, teniendo en cuenta que siempre debemos estar hablando de una opción y no de una obligación. En Europa tenemos una malla de ciudades de tipo medio y buenas comunicaciones y ese es un elemento que hay que aprovechar para dar oportunidades a los que quieran deslocalizarse para vivir su proyecto vital. A mayores, la prestación de servicios públicos debe garantizar que los ciudadanos puedan ejercer sus derechos esenciales -la escolarización de los niños, el médico de cabecera, carreteras limpias y sin baches, por ejemplo- en cualquier lugar del territorio y en cualquier momento del año.
Otro elemento a tener en cuenta está relacionado con los intermediarios, y no con su muerte, que sería un desastre, sino con algo mucho peor: su sustitución por monopolios en unos casos y por enjambres caóticos en otro. No hay democracia sin intermediarios, y ese está siendo el gran descubrimiento de lo que llevamos de siglo. La democracia necesita medios de comunicación, y sobre todo de ámbito local, que configuren la realidad en el día a día. El feudalismo del monopolio y la postmodernidad del enjambre acabarán atomizando la sociedad, y evitarán la configuración de jerarquías narrativas que permitan conocer, a los recién llegados, qué es verdad y qué no de ese mundo rural en el que se quieren instalar.
Tenemos que pensar de otra manera o nunca encontraremos respuestas diferentes. Como dejó escrito el señor de la Montaña, uno de nuestros conversos más queridos, «La costumbre es en verdad una maestra violenta y traidora”. Así que ahí van un par de ideas, con cara y ojos:
Sería bueno que los ciudadanos que se estén planteando este modelo nómada, o que estén barajando la opción de abandonar una gran metrópoli para irse a una ciudad de tamaño medio, pudieran firmar un contrato con la Administración, en realidad con la propia sociedad, para garantizar que determinados servicios tienen un periodo mínimo de duración, de manera que las personas puedan tomar decisiones racionales que les permitan cambiar su vida con un nivel mínimo de certezas.
Por otro lado, esto también va de implicar a las empresas; tienen que entender que es bueno favorecer esta movilidad. Imagine, por ejemplo, cualquier Comunidad Autónoma que limite con Madrid, y que se les ofrezca ventajas fiscales para favorecer la actividad nómada, para conseguir que sus trabajadores pasen una parte del año en zonas rurales. Si usted vive cuatro meses al año en Ávila o Segovia, pero sigue trabajando para su empresa en Madrid, la Junta, o la Diputación de turno, se va a hacer cargo del 30% de los costes sociales de este trabajador… interesante, ¿verdad?
Una parte de este cambio no es regulatorio, ni siquiera económico. Es un cambio social y cultural que no se puede imponer ni regular por decreto. Si un sayagués es, según una de las acepciones del Diccionario de la Real Académica, alguien “tosco y grosero”, no es porque los académicos sean malvados, es porque la España urbana mira con desprecio desde hace años a la España rural. Nos hemos urbanizado hace cuatro días y -como los nuevos ricos cuando recuerdan su infancia- miramos con desprecio el mundo del que venimos. Encontrarnos de nuevo pasa por entender que uno puede realizar su proyecto vital con dignidad (y hasta con glamour) sin estar en el paseo de la Castellana; y ese es uno de los grandes retos del tiempo que empieza…