Cinco minutos es tarde. Diez muy tarde. Quince extraordinariamente tarde. Media hora, plantón. Será que yo soy rarito, pero creo que salvo causas mayores como terremotos, maremotos o sirocos, las personas deben ser puntuales. A en punto. Y punto. Últimamente observo que desde que las reuniones virtuales son lo real de nuestro día a día, lo normal es llegar tarde, y no termino de entender por qué. En este post lo intento, aunque creo que sin éxito, porque me temo que tiene más que ver con formas de ser que con formas de hacer. Veamos. Leamos…
Es de todos sabido que los jóvenes llegan tarde por lo de hacerse notar; no les gusta esperar y adoran las entradas triunfales. Y como todos lo saben y lo sienten así, todos llegan tarde, con lo que todos llegan pronto. Esto es, ha sido y será, pero maduramos y con eso de que nos hacemos responsables, empezamos a poner remedio a lo de llegar tarde y nos volvemos muy formalitos con lo de los horarios. Por supuesto igual que de jóvenes, siempre está el típico agonías de la vida que presume de lo ocupadísimo que está siempre y para demostrarlo, jamás llega a su hora. Toca esperar pero no problemo, somos colegas, ¿no?
Antes de la pandemia en esos tiempos gloriosos en que las reuniones eran reales y las virtuales tan solo muestras de 3D (despropósitos de desinterés descarado), lo de la impuntualidad ya pasaba, pero eran casos aislados y lo tiempos de espera breves. Como he contado muchas veces, he estado muchos años al otro lado de la mesa y creo que una o ninguna vez he dejado a nadie esperándome más de 5 minutos. Y, por supuesto, si pensaba que no iba a llegar, llamaba por teléfono, tamtam o señales de humo. El dar el salto al otro lado de la mesa ha puesto a prueba mi paciencia en más de una ocasión, pero con eso de que el cliente siempre tiene razón y ese feo defecto que tengo de llevarme bien con ellos, se lo permito casi todo. Y a mis compañeros también, pero menos.
Al principio de la pandemia con esto de la novedad, todos nos poníamos frente a la cámara en perfecto estado de revista varios minutos antes de la cita. Compartíamos dichas y desdichas, descubrimientos y noticias, miedos y deseos, apoyo y comprensión. Descuidábamos tanto nuestra presencia como el entorno que captaba la cámara porque no teníamos muy claras las fronteras entre lo personal y lo profesional, por lo que era normal ver a tu cliente en pijama de fantasía con un moño pillado con un lápiz, sobre un fondo de literas con un cartel de Tupac en la pared. Era inevitable que esos primeros minutos previos a la reunión se demorarán más de lo conveniente, pero era la única ventana que teníamos con nuestra vieja realidad, más allá de la triste realidad que acontecía entre las cuatro paredes del hogar.
Porque llegamos al momento actual, en el que, aunque estamos volviendo a lo real, el virtual sigue siendo el formato de reunión preferido. Y hemos normalizado tanto el no dejar margen entre una y otra que como esto de la duración no es una ciencia exacta, tendemos a la impuntualidad compulsiva. A mi por supuesto también me pasa, pero en la medida de lo posible intento planificar reuniones de 25 o 50 minutos, y si veo que se me echa la hora, o me disculpo y abandono, o me despido a la francesa. Y justo en el momento en que Outlook me avisa de la reunión, entro y no hay nadie. Bueno miento, mi equipo siempre está. Lo normal es que esperemos pacientemente a que el resto se incorpore, pero últimamente la demora sobrepasa lo cortes, e incluso he sufrido algún que otro plantón memorable.
Y, ¿se puede hacer algo aparte de enfadarse? Podemos decir que poco, pero no es cierto. Yo creo que como muchas otras cosas, es algo cultural. El artista nace, el artesano se hace. No se puede convertir en empático a un egoísta, pero se le puede convencer para que aprenda a respetar el tiempo de los demás, o incluso obligar a que asuma las consecuencias que provocan sus retrasos. Porque hablamos de tiempo y el tiempo es dinero. He intentado encontrar datos sobre el coste que suponen para las empresas los retrasos en las reuniones y no he encontrado nada, por lo que me he hecho yo unos números al más puro estilo del cuento de la vieja. Si tomamos como media 2 horas de retraso a la semana de reuniones con 4 personas y lo multiplicamos por el coste 22,72 euros de media de salario en España, nos da unos 10.000 euros al año, que si lo volvemos a multiplicar por el número de reuniones en paralelo que se realizan en cada compañía, la cifra se puede multiplicar por 100. ¿A que ya parece un tema lo suficientemente serio como para actuar desde la comunicación interna?
Los retrasos y ausencias en las reuniones es, con razón, un habitual motivo de enfado, porque se puede entender como una falta completa y absoluta de respeto por el tiempo de los demás. Y eso, como ya he dicho antes, también se traduce en dinero. Personalmente, veo razonable poner límites al exceso de empatía y, ante los retrasos, optar por ser un poco como Santo Tomás: una y no más.
Puedes leer mi artículo completo publicado originalmente en mi blog aquí.